Te miro llegar desde el libro de mi historia
e instalarte entre sus páginas más duras.
Te veo escribir las ásperas palabras
que conforman mis heridas más abiertas.
Te observo rasgar mis escritos mas antiguos
y enceguecer mis esperanzas más guardadas.
Y así pasan mis tiempos y yo te veo y te observo
hasta hacerte pasión sobre mi cuna de secretos,
hasta sentirte mío y más propio que mi alma,
hasta saberte astuto, hasta quererte muerto...
Y allí, clavado entre mis sienes, dormido en mi coraje,
tan inmerso y convencido, tan seguro y compañero,
todavía te miro, te observo, te veo y te siento;
sustentado por mi llanto, alimentado de recuerdos...
Y a mi me pasan las horas. Y a mi me pasa la vida.
Y cuando mis días te arrastren ensanchado por la ruta de mis llagas
y algo te obligue a descansar sobre mi pecho,
buscaré una mano compañera que seque de mis ojos el desecho de tu rastro...
y aún cuando tus gritos hagan grietas en el mismo y cansado pecho
buscaré un oído amigo que me ayude a no callarte
y que haga sonar entre mis labios el sordo residuo de tu canto.
Porque siempre fuiste mi perpetuo vagabundo
que sabe de perderse entre lo triste de mi vida
y gusta de quedarse bajo los ríos de la pena.
Fuiste palabras nunca dichas y secretos sin contar.
Te hiciste queja y te hiciste muerte, te hiciste pobre y hasta melancolía.
Te caíste de alegría y renaciste de pena, tropezaste de amor y te llenaste de silencios.
Gritaste de sonrisas y celebraste desconsuelos.
Me pediste más espacio. Me robaste más palabras. Me vendiste muchas lágrimas.
Hiciste tanto... me enseñaste todo, poco, mucho y casi nada.
Y aunque sé que hay pasiones que abrazan el cielo también sé de otras que niegan el vuelo
y como tú, mi pasión más intensa. Mi dolor, mi mejor maestro...